Reproducción íntegra
del relato elaborado por José M. Ávila. 

(Cualquier parecido con la realidad es pura
coincidencia)
 
Miércoles día 15: Decidimos ir a desayunar a un bar que
había detrás del hotel que se llamaba el Café Simpatía, o algo así. A partir de
esa mañana lo bautizamos como el Café de la Apatía, y decidimos no volver a pisarlo nunca
más. El camarero, aproximadamente con el mismo entusiasmo vital de una anémona,
nos trajo unos micro-croissants que tenían un ligero sabor a lejía, que pedimos
más que nada porque no tenían otra cosa. No puede decirse que fuera una
experiencia satisfactoria.

Por la mañana tocaba visitar el parque Güell. El metro te deja bastante lejos,
así que tuvimos que andar 15-20 minutos desde la parada hasta la entrada del
parque, situado en lo alto de una colina. El recorrido hasta el parque está muy
bien señalizado. Nada más salir del metro te encuentras con un cartel que te
dice: «Parque Güell -> 1350m.» Y luego vas viendo a lo largo del
recorrido otros tantos. Parque Güell -> 900m. Parque Güell ->750m. Parque
Güell-> 550m. Ya falta menos, piensas. Pero después del cartel de 500 te
topas con un giro a la izquierda y ves una cuesta del carajo, to parriba, que
bien podían haber puesto allí un funicular de esos que tanto les gustan. Encima
al sol le dio por apretar, así que cuando llegas al parque ya estás cansado.

Yo ya había estado por allí, pero no me acordaba prácticamente de nada, y la
verdad es que la impresión tuvo el mismo impacto que la primera vez. A la
entrada del parque hay una pequeña placita que hace las veces de recibidor,
donde se arremolina todo el mundo porque es donde están las escaleras con el
Drac -la famosa lagartija. Prácticamente hay que hacer cola para hacerse una
foto con el maldito Drac, así que lo mejor era seguir adelante y luego a la
vuelta esperar que hubiera menos gente.


El parque es bastante grande y además es una colina/montaña, con lo cual además
de andar mucho la mitad es cuesta arriba. Hacía bastante calor, así que la
excursión se hizo algo durilla. Lo primero que te encuentras es la Sala Hipóstila, que
tiene la curiosidad de contar con 86 columnas si lees la explicación en
catalán, y 89 si lees la parte en inglés. Como no teníamos ganas de contarlas
nosotros, nos quedamos con la duda. Encima de la Sala Hipóstila hay
una enorme plaza, que se construyó inicialmente con la idea de que sirviera de
mercado, pero a la que Gaudí se le olvidó de dotar con zonas de sombra. Tiene
un enorme banco corredizo que la rodea casi por completo, y que es una obra de
arte por sí mismo.

Después el recorrido sigue en el sentido contrario a las agujas del reloj de
arena, y vemos el paseo de las palmeras y los viaductos inferiores, medios y
superiores, todo muy potito. Por aquella zona Will se encontró a una rusa que
visitaba el parque y que le pidió hacerse una foto al lado de un cactus que
había por allí. Después nos lo encontramos hablando con la rusa en inglés, pero
sorprendentemente le dice hasta luego y deja que la rusa se marche sola. Vamos
a ver: ¡Nadie se cruza Europa para hacerse una foto con un puto cactus! Estamos
convencidos de que Will no supo aprovechar la ocasión, pero no vamos a hacer
leña del árbol caído.

Seguimos hacia la parte de arriba de la montaña, donde ya va escaseando la
decoración gaudiniense, y se convierte en un parque algo más normal. En algunos
sitios te encontrabas con músicos tocando, al menos vimos un guitarrista, una
especie de banda de jazz y otros que no se sabía lo que tocaban. Todo eso
aparte de los vendedores callejeros y personajillos ambulantes, que esos
estaban por todas partes. Arriba del todo hay un mirador que se llama el Turó
de las Tres Creus, que no es más que un poyete de apenas dos metros cuadrados
donde caben tres cruces de piedra y 14 o 15 personas casi de puntillas echando
fotos de la panorámica de Barcelona. Había cansancio ya, pero por suerte lo que
quedaba era todo cuesta abajo. Entre que se nos hizo un pelín tarde y que había
que andar un buen trozo hasta el metro (y del metro al sitio donde nos
apeteciera comer), terminanos de papear a eso de las 17:00 en un GINOS.

La tarde nos la tomamos de relax, que bastante llevábamos andado ya. Decidimos
dejar un margen de hora y media para solaz y disfrute de los más siesteros, y
subir a la piscina del hotel al filo de las 19. La cerraban a las 20:30, nos
bañamos un ratejo allá en las alturas y nos volvimos a la habitación para
ducharnos y salir un rato por la noche a pasear por la zona del puerto. Cogemos
el metro y nos bajamos allí donde Colón apunta hacia Cuenca.

La zona se ve bastante nueva, aunque era tarde y el Centro Comercial que hay
por allí, Maremagun, tenía ya poca vida. Para la cena escogimos un sitio muy
peculiar de salchichas alemanas, con camareros alemanes y un nombre alemán
impronunciable imposible de recordar. Además, las mesas tenían una agradable
vista a la terraza del puerto. Esto fue todo un descubrimiento también. Había
dos camareras que como mucho habrían llegado allí anteayer. Apenas sabían
hablar castellano y lo único que entendían era «coca cola» y
«hasta luego». Aun así, esta gente despiadada se empeñaba en hacerles
preguntas superdífíciles a las pobres muchachas (¿Puedes abrirnos esta ventana
o prefieres que nos vayamos a la otra mesa?)
, que lo único que podían hacer
era avisar a Hans.


Hans era claramente el que partía el bacalao allí., un claro exponente de la
eficacia alemana. Se notaba que Hans llevaba más tiempo en el negocio, sabía
comunicarse con los clientes y poseía una especie de sinceridad inocentona que
de algún le hacía caer simpático. «No, no, mirad, en realidad ninguno
de los bocadillos se parece al dibujo que viene en la carta»
. Y es que
la carta era ciertamente bastante extraña. Había como 20 tipos diferentes de
salchichas con su correspondiente tipo de pan, pero al lado te plantaban el
dibujo de un súper bocadillo cuando en realidad el precio era solamente el de
la salchicha. Los ingredientes los tenías que elegir luego a tu gusto. La cosa
era en plan «una nuremberg con huevo frito, bacon y queso» o
«grillnacker con cebolla y mayonesa». Así todo, la cosa salía
razonablemente económica, y la verdad es que estaba muy bueno. En el camino de
vuelta andamos algo apuradillos con el horario, ya que el metro cierra a las
doce en punto, pero finalmente no hubo problema. Ya queda menos.
(continuará…)