Se de buena tinta que algunos de vosotros estabais esperando esta entrada. Estoy inmerso en una travesía al menos bastante curiosa, que todavía no vislumbra su final y paso a contaros a continuación. Quién sabe dónde y cuándo acabará esta historia.

Todo empieza en mayo de este año, cuando un par de recientes nuevos amigos me confirman que se harán más de 400 km para venir de visita a las Ferias de Cáceres (bueno, ahora que lo pienso, todavía no tengo muy claro si venían a verme a mi, a la feria, a emborracharse o qué…)

A mi de toda la vida me ha gustado esta feria. Se respira un aire muy especial, supongo que mezcla entre el polvo, las polillas y la fritanga que allí se generan, pero también las lucecitas y la música a toda potencia. Me gustan las aglomeraciones, ver cómo la gente disfruta y va de un lado para otro. Por eso durante años he cogido costumbre de ir todos los días a la feria, aunque sea para dar una vuelta yo sólo y volverme a casa.

A todo esto y para intentar entenderme un poco más, también he de decir que en los últimos años he sufrido un cambio en mis gustos personales, la vida al revés, puede decirse. Hace 10 años, en plena etapa universitaria, si me encontrabas en un bar por ahí con los amigos, lo más probable era que estuviera sujetando alguna pared, o algo parecido (ojo, que lo único que quería era velar por la seguridad de todos, ¿eh?) El resto del tiempo lo pasaba en casa y algunas pocas cosas más. Ahora soy todo lo contrario, intento no parar y me apunto a lo que pueda pero, anda, ¡¡si mis amigos ya (casi) no salen de juerga!! Pues a buscarse la vida…

Mis expectativas para las ferias de este año eran las de siempre. Ir a dar una vuelta y volver, unas veces sólo y otras quizás acompañado. Eso está bien, pero no era lo que yo necesitaba, aunque tenía algún otro plan alternativo en la recámara por si acaso. De repente, cuando este par de burgaleses me confirman su visita, algo en mi interior empieza a despertar.

Continuará